martes, 11 de octubre de 2011

199.- Puerto de San Vicente (Toledo)



199.1.- Divisoria entre Comunidades Autónomas (Puerto de San Vicente - Toledo).

Me llamó la atención la pasarela. No recordaba haberla visto en el viaje de ida. Roja, recortada sobre el cielo azul en esa hora en que las sombras se alargan, con el esplendor que tiene todo lo recién construido. Paré para echar un vistazo. Estaba cerrada con una cadena. Que se podía salvar fácilmente. Y lo hice para ver el paisaje desde allí arriba. Un punto de vista elevado es siempre la mejor opción. Si por mi hubiera sido me habría encaramado a la antena repetidora, que parecía un transformer a punto de convertirse en un insecto gigante. Hice una foto al pueblo, que orientado hacia el noroeste recibía algo más de luz que su entorno. Un atardecer prematuro. La prisa por volver a casa. Había un anciano abajo, en el camino Natural de Las Villuercas, que me miraba no se si con preocupación o reproche. Venía subiendo la ladera y no le terminé de dar tiempo a acercarse. Otros dos ancianos venían caminando por el arcén de la carretera. Era domingo, la hora del paseo. Ver oscurecer desde la divisoria entre regiones, tras las montañas, debe ser un espectáculo que hace que merezca la pena trepar una cuesta por muchos años que uno tenga.

También fotografié la antena, por si efectivamente era un robot y no volvía a verlo la próxima vez que tomara aquella ruta. Y a los castaños que se mezclaban con los pinos en armonía, sin disputas, en buena compaña. Subí al coche y reanudé la marcha. Iba a ser mi última parada. Me lo prometí a mi mismo, viese lo que viese. Al llegar a Puerto de San Vicente recordé vagamente haber efectuado un desvío en mitad del pueblo en el trayecto de ida. Pero seguí la misma carretera, con la vaga sensación de estarme equivocando.



199.2.- Antena repetidora de Puerto de San Vicente (Toledo).

A los pocos kilómetros de estar en ruta era evidente. Buscaba la N-502 y estaba transitando por una carretera de Castilla-La Mancha. Tampoco se me indicaba en ningún sitio que fuese en dirección a Talavera. Todo quedó meridianamente claro al sobrepasar un desvío que decía conducir a la N-502. Frené y di la vuelto. Era una carretera local. La señal rezaba: 18 kilómetros. Estuve unos minutos sopesándolo. En una carretera de montaña 18 kilómetros son muchos. Tal vez aquella ruta fuese una tortura de curvas cerradas y cuestas empinadas. Podía desandar mis pasos y buscar en Puerto de San Vicente el itinerario correcto. Adelante, me dije. Fuera cual fuera la altura de la N-502 a la que me llevase ese atajo era la carretera que buscaba, y tal vez en el pueblo me costara dar con ella. Ya había pasado de largo una vez. No quiero insistir en el tema de porque no me gusta preguntar a los lugareños.

Así que emprendí la marcha por aquella trocha. Pronto descubrí que aquella era una ruta solitaria que apenas era utilizada. Tampoco me asustaba. Si todavía no me han abducido los marcianos ni he sido apresado por una familia de caníbales genéticamente degenerados no será por que no haya transitado caminos solitarios suficientes. Se puede decir que la carretera era una inmensa recta entre páramos, aunque apegada al terreno, con constantes cambios de rasante. Iba a toda mecha. Si aquello era una equivocación quería averiguarlo lo antes posible. El 4x4 brincaba en cada bache y en cada parche del asfalto y vibraba como si fuera a desguazarse en plena marcha. Lejos de aminorar puse quinta y pisé a fondo. Había algo de rabia en aquella decisión, un sentimiento de no importarme demasiado mi suerte. Si mañana me encuentraban en la cuneta daba por buena aquella última cabalgada.

Poco a poco el páramo se convirtió en un bosque, en un muro vegetal a cada lado de la calzada. Las sombras se estiraban al máximo para tocar el horizonte. Encinas y robles se mecían con el viento, que también contribuía a la agonía del vehículo.



199.3.- Puerto de San Vicente desde la pasarela del CN de las Villuercas (Toledo).

Vi surgir a la cierva desde mi izquierda. De un brinco se plantó en mitad de la calzada. Ahí se detuvo un momento a investigar que era aquello que hacía tanto ruido. Los animales no saben que es un vehículo, si es algo a lo que ha de temerse o no. La velocidad les desconcierta. Tal vez decidan huir porque una duda es suficiente, pero muchas veces permanecen donde están tratando de descifrar el enigma. Pero aquella cierva iba a algún lugar e concreto, dio unos pasos y con otro brinco se zambullo en la espesura de la la margen derecha. Yo había levantado ligeramente el pie del acelerador. No frené ni cambié a una marcha menor porque quise ver si era capaz de divisar a la cierva entre la fronda. En unos pocos segundos ya estaba casi a la altura donde había cruzado.

Ay, que poca psicología la mía. Una cría venía rezagada tras su madre. Bambi en persona apareció como por ensalmo en mitad de la carretera. Se detuvo justo en el mismo sitio en que lo había hecho ella, como si la estuviera copiando. Y lo hizo por la misma razón, para averiguar que era eso que llegaba tan deprisa. Dicen que las crías son más sagaces que los adultos, que tienen mayor capacidad para aprender. Y puede que sea cierto, porque diría que me miró a los ojos y supo enseguida que yo era la muerte. La sombra del animal casi tocaba el coche. Dio unos pasos hacia un costado, cobro impulso e hizo un escorzo. Lo vi volar sobre el coche, tratando de alcanzar el punto exacto por el que había desaparecido su madre, como un nadador olímpico que tras el disparo de salida estira su cuerpo y lo hace planear en el aire paralelo al agua. Tal vez ya estuviera en la vertical del capó cuando su cuerpo terminó de trazar la primera mitad del arco. No tenía modo de saberlo. La perspectiva no era la idónea para saber que distancia me separaba de la colisión inminente. En pleno vuelo del animal el tiempo se detuvo. Solo tenían inercia mis pensamientos. El punto de vista dio un giro de 90 grados. Ahora veía a Bambi de frente. Tenía el cuello estirado y curvado hacia la izquierda, para poder escrutar mientras brincaba mi mirada tras la luna del coche. Un nuevo giro de 90 grados me permitió ver su otro costado, y a mi mismo por encima de su lomo. Mis facciones tenían una expresión extrañamente tranquila, como de resignación sin queja. Luego todo se aceleró, Bambi gano la fronda y fue tragado por ella una milésima de segundo antes de que las ruedas del todo-terreno mordieran el asfalto justo donde había volado. Aun seguía viéndome a mi mismo. Luego las piezas de la cordura se ensamblaron como correspondía. Seguí conduciendo sin aminorar la marcha. Deseando tan solo que si iba a haber algún otro incidente antes de alcanzar la N-502 fuese yo el único ser vivo en peligro.

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